En síntesis, fondear una pintura es aplicar sobre una superficie uno o más colores de fondo, sobre los cuales posteriormente habrán de comenzar a trabajarse las figuras. Este proceso ha llevado diferentes nombres en distintos lugares y momentos históricos, siendo quizá el más ampliamente conocido el de mano prima, que hace referencia a la primera capa de pintura.
Existen muchas formas de fondear una pintura. Hoy en día muchos pintores comienzan a trabajar directo sobre un fondo blanco, mas esto no siempre ha sido la norma. En distintas épocas se han puesto de moda diferentes sistemas y métodos para pintar, con lo que han cambiado drásticamente las distintas formas de empezar un cuadro. En la Francia de la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo, los lienzos solían venderse con imprimaturas de colores apastelados rojo tierra, amarillo ocre o azul agrisado. De igual manera, en otros momentos de la historia se prefería comenzar con colores como el rojo óxido del pigmento conocido como Bold de Armenia. Incluso hubieron tradiciones pictóricas que empezaban sus fondos directo con pigmento negro o con sombras, sistema que hoy en día algunos conocen como el método flamenco.
Sin embargo, las distintas formas de empezar un cuadro no dependen sólo de modas o de momentos históricos. En realidad tienen más que ver con la función que el fondo tiene en relación a lo que habrá de pintarse sobre él. De hecho, el fondo determina en mucho cómo habrá de trabajarse el cuadro y, en gran medida, el resultado del mismo. Distintos colores de fondo pueden emplearse con diferentes fines; en esta y la próxima publicación nos enfocaremos en hablar sobre qué considerar al fondear un cuadro en el que se pintará la piel humana.

José de Ribera, El Salvador, óleo sobre lienzo, 77 x 65 cm h. 1630. Museo del Prado, España.
Antecedentes: Fondear con un sistema en común
Durante la Edad Media escoger un color de fondo para comenzar una pintura tenía más implicaciones religiosas que prácticas. Cada color poseía una connotación simbólica religiosa específica, por lo que éstos se escogían siempre según lo que habrían de representar en la imagen planeada. En cierto sentido esta manera de usar el color podría considerarse más bien una estrategia política que una pictórica. Entre otros métodos, la religión católica utilizó el arte para producir una ideología común, así como un imaginario común entre los pueblos que formaban parte del imperio y con el fin de absorber nuevos pueblos dentro de los ideales que proclamaban. Al estar obligado a apegarse a las necesidades de la iglesia durante la Edad Media, el arte se volvió bastante rígido.
Tal uso canónico del color comenzó a evolucionar con el paso del tiempo, de tal forma que las razones para aplicar colores de fondo comenzaron a volverse más prácticas. Gracias al Renacimiento y conforme la pintura figurativa europea evolucionó y fue lográndose mayor naturalismo, fue posible que se adoptaran distintas formas de comenzar un cuadro. Estas nuevas formas de usar el color tenían más que ver con efectos específicos que deseaban lograrse en las pinturas que con cánones ideológicos. Los fondos ayudaban a crear atmósferas definidas con ciertas iluminaciones deseadas y particulares tipos de contrastes.
Claro que al ir tomando fuerza las Academias, los sistemas pictóricos fueron volviéndose rígidos una vez más. Así hasta llegar a la cúspide de dicha situación a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

José de Ribera, Un anacoreta, óleo sobre tela, 128 x 93 cm, s. XVII. Museo del Prado, España.
La reestandarización de los sistemas
Las academias de pintura surgieron a partir del siglo XVI con la intención de elevar el oficio de pintores, escultores y arquitectos por encima del de meros artesanos. La idea era estudiar y mejorar las técnicas y procedimientos de pintura, mas con el tiempo la forma en que la pintura era enseñada comenzó a estandarizarse y, con ello, se estandarizaron también los procesos de la misma. La consecuencia fue que con el paso del tiempo se institucionalizó una especie de metodología pictórica generalizada.
Durante aquella época, la técnica de pintura más empleada era la de temple y óleo como técnica conjunta. Este sistema de trabajo implicaba forzosamente la aplicación de capas sucesivas de pintura, de delgadas a gruesas. Primero se empezaba a pintar con manos de temple aguadas, a las que poco a poco se les iba restando agua y agregando aceite, hasta trabajar únicamente con aceite. Dicho sistema era conocido como de magro a graso.
Este sistema de trabajo, a parte de tener exigencias técnicas, requería también del empleo de procedimientos metodológicos específicos. Esto, por un lado, debido a los requerimientos que tenían los propios materiales en la formación de películas pictóricas estables y, por otro, debido a las necesidades estéticas y estilísticas de la época. Algunos de estos otros procedimientos eran el uso de fondos, grisallas, veladuras e impastos, así como el estudio de la anatomía, la composición y la perspectiva, entre otros temas. Con el paso del tiempo, el sistema de pintura académico fue estructurándose cada vez más, volviéndose al mismo cada vez más complejo y rígido.
Si en un principio la intención de las academias era profundizar en las técnicas y sistemas pictóricos para elevar la pintura, con el tiempo su intención se transformó. Los procesos se complejizaron en exceso, convirtiendo a las Academias en un frente de defensa de lo que muchos de sus integrantes consideraban las "buenas maneras" y las "buenas costumbres" de la pintura. El resultado fue que, así como en la Edad Media debían usarse colores específicos por motivos religiosos o políticos, en las academias del XVII y XIX debieron emplearse colores específicos por la simple razón de que la tradición y "el buen gusto" así lo dictaban.